Corría el año 1990, la carretera con curvas daba paso a los prados infinitos y al irresistible mar al fondo, Bartolomé lo veía todo desde la ventanilla trasera del coche de sus padres, ambos progenitores iban delante, en silencio, escuchando un partido de fútbol en la radio.
Siempre terminaba mareándose, la carretera serpenteaba demasiado pero ese no era el problema; el problema era la conjunción de tres cosas, las curvas, la bolsa de gusanitos que había merendado antes de salir y el olor entre tabaco y cuero del nuevo mercedes de su padre.
Cuando llegase a casa seguramente ya sería de noche, la carretera era estrecha y había pocos sitios donde adelantar así que su padre siempre se iba quejando de que como les tocase un camión no iban a poder llegar a casa antes de las 8 de la tarde, habían salido poco antes de las 6.
Bartolomé veía pasar los campos, con el maíz recién cortado y las castañas ya por el suelo…
-“Mamá”
-“Qué”
-“¿El domingo podemos parar a coger castañas antes de volver a casa?”
-“No sé, ya veremos, depende de la hora a la que salgamos, pero igual sí, que tengo ganas de ellas y me da rabia comprárselas a la castañera pudiendo cogerlas nosotros, a ver si no llueve”
-“Creo que dan lluvia –dijo el padre– pero si no, paramos.”
Se despistó un momento con ensoñaciones y cuando volvió la vista al frente, Bartolomé vio ese paisaje que siempre le encantaba, el coche bajaba una gran cuesta con casas a los lados, al fondo, justo de frente la iglesia y si mirabas a su izquierda veías el mar, parecía que podrías volar hasta él…
Al poco llegaron a casa, como siempre hubo que bajarse para abrir la verja, en esa ocasión le tocó a Bartolomé, pues se turnaban. Como cada vez que iban de fin de semana al pueblo y tras la primera grata vista, lo siguiente que sintió Bartolomé fue tristeza, odiaba tener que llegar allí, no era que el sitio no le gustase, lo cierto es que siempre se divertía estando en el pueblo, con los primos, con los amigos e incluso él solo, jugando y descubriendo el monte, el río y los bichos que había en el prado frente a su casa, pero odiaba la sensación que ahora sentía.
Se bajó del coche, efectivamente eran cerca de las 8 de la tarde, ya había refrescado, no habría más de 15 o 16 grados, eso no sería mucho problema si no hubiera siempre ese viento helado y cortante que provenía del norte. La sensación de frío otoñal, con viento y humedad, de ese que se te mete en los huesos, que te azota la cara y hace que se te pegue el pelo a la piel, la odiaba, era la peor sensación del mundo. Sabía además, que la cama le esperaba fría y que las mantas no ayudarían hasta después de un rato y así fue cuando se acostó, con un vaso de leche con miel entre las gélidas mantas.
La mañana siguiente despertó preciosa, con esa luz tan especial que tiene el otoño y ese calor a medio gas que te da la vida cuando te paras, con ropa calentita, a que te de en la cara mirando al sur.
Bartolomé bajó a desayunar, le esperaba su madre y Suri, la perra que vivía en esa casa, ambas estaban en la cocina, Suri a los pies de su madre y ella leyendo el periódico mientras se tomaba un café con leche.
-“Buenos días mama, ¿que hay de desayuno?”
-“Tu tía vino por aquí y te trajo un bizcocho, lo probó tu padre para desayunar dice que está muy rico y que si tu no lo quieres se lo comerá él entero. ¿Tienes planes para hoy?”
-“La verdad es que no, había pensado en llamar a Jorge a ver si había venido, ¿tú sabes?”
-“Creo que no, no me dijo nada tu tía así que debieron de quedarse en la ciudad.”
-“Pues entonces seguramente iré hasta la fuente, si me dejas, a ver si quedan “abelilulas” y a ver a las ranas antes de que se escondan.”
-“Sí, vale, pero vete antes de comer y ven para comer, no quiero que vayas por la tarde que ya refresca y además los días se acortan antes.”
Solícito, Bartolomé terminó su bizcocho, se puso ropa cómoda pero abrigada y salió rumbo a la fuente.
La fuente estaba a un km más o menos de su casa, podías ir por varios sitios pero él siempre iba por la carretera principal porque así pasaba por casa de Jorge y de Pablo a ver si estaban, en ese caso no había nadie pero aprovechó para saludar a su tía y darle las gracias por el bizcocho con lo que consiguió llevarse un par de galletas para el medio día.
Tras una pequeña bajada algo enfangada llegabas a la fuente, o lo que quedaba de ella, la verdad es que la fuente era tan vieja como su madre y estaba un poco echa polvo pero tenía un encanto especial, como de cuento de hadas.
Bartolomé siempre se reía de los libros de duendes y hadas que tenía su hermana mayor aun guardados en casa, su hermana era mucho más mayor que él, ya estaba estudiando en la Universidad, pero guardaba muchas cosas de cuando era pequeña, como muñecas o esos libros, él, se reía delante de ella pero le encantaba mirarlos cuando nadie le veía.
Jugaba a que en la fuente vivían un grupo de hadas y duendes, los duendes recogían renacuajos que secaban al sol para tener carne seca en el invierno y las hadas recogían polen de las flores que quedaban para hacer miel y también frutos secos para acompañar a la carne, en otoño la fuente estaba muy concurrida pues eran los últimos coletazos antes de que tanto duendes como hadas se escondieran a pasar el invierno en los troncos de los alrededores.
Las “abelílulas” aun volaban llevando a duendes y hadas de un sitio para otro y es que había varios tipos de hadas, estaban las que tenían alas y las que no, las que no tenían alas eran las novias de los duendes pues las que tenían alas no solían relacionarse con otros seres, tenían miedo de que pasase como en la gran depresión de los trols, momento en que asediaron a las hadas y les arrancaron las alas una a una.
Esta vez, sin embargo, Bartolomé, mientras jugaba con el agua, los tritones, las salamandras y se imaginaba a las hadas y duendes, que no es que se los tuviera que imaginar sino que eran tan pequeños que su ojo no preparado no podía verlos, el niño vio unas flores que no había visto antes.
Eran moradas y tenían 4 pétalos y en el centro unos pelitos de color anaranjado, eran pequeñas y nacían de una en una y no varias en un tallo, le llamaron la atención porque no las había visto nunca y eso que iba mucho a la fuente.
Cogió una para inspeccionarla más a fondo y de repente sintió que era ligero como una pluma, la miró mas de cerca y cuando se dio cuenta Bartolomé sintió que flotaba, era como si el suelo ya no estuviera bajo sus pies, veía las casas de los alrededores, la hierba que oscilaba con el viento y el mar al fondo, tan cercano y a la vez tan lejano.
Pensó que si volaba podría ir a donde quisiera, podría acercarse a la pequeña isla que estaba cerca de casa, podría bajar a ver los juguetes y el resto de cosas que habían tirado los vecinos en el acantilado que usaban como escombrera y, como volaba, nadie le reñiría por bajar y no podría hacerse daño otra vez. Pensó que le habría venido muy bien tener una de esas flores voladoras hace unos meses cuando en primavera bajó con su prima por la escombrera porque había juguetes en el fondo del barranco pero tropezó y se deslizó hacia el fondo, haciéndose una fea herida en la mano en la que tuvieron que ponerle puntos.
Pensó que si cogía muchas flores podría llenar el salpicadero del coche de su padre y también la bandeja de atrás y así el coche volaría y podrían estar en la ciudad muy rápido y no pasar frío por las noches, porque en su casa de la ciudad había calefacción para todo el edificio y siempre hacía calorcito, además en la ciudad no hacía tanto frío ni ese viento estúpido que le helaba en el pueblo.
Pensó que podría meterle unas pocas a su madre en los bolsillos y así podría ir a hacer la compra y volver rápida a casa sin quejarse de que tardaba mucho o que las bolsas pesaban mucho, y pensó que si le ponía unas pocas a su padre en la maleta quizá podría estar más tiempo en casa y no tendría que dejarles semanas enteras en la ciudad para irse a una obra en un sitio muy lejano.
-“¡Bartolomé, responde, ¿puedes oírme? –preguntó su madre.
-“¿mama, que ha pasado, donde estoy?”
-“Hijo, ¡que susto nos has dado!” –dijo su padre.
-“Te has desmayado –contestó su madre– El vecino te encontró al lado de la fuente con un golpe en la cabeza, ¿que estuviste haciendo?¡te dije que no volvieras a subirte al castaño!”
-“Pero no lo hice, estaba viendo unas flores y cuando me di cuenta volaba, me sentí muy ligero ¡como una pluma! pensé en coger para ti, y para papa y para el coche.”
-“Anda hijo no digas tonterías –dijo el padre– y vístete que nos tenemos que ir ¿o ya no quieres parar a coger castañas?”
Bartolomé se vistió para volver a la ciudad pensando en las flores voladoras y en que volvería rápidamente con su madre en cuanto llegase el próximo fin de semana.