Lo miraba. Lo volvía a mirar. Cambiaba el ángulo y volvía una vez más. Fuera como fuese y lo mirase como lo mirase siempre veía lo mismo. La felicidad absoluta.
Su marido le decía siempre lo mismo, «un minuto en el paladar y toda una vida en las caderas» pero el bollo ahí estaba, pidiendo a gritos que lo comiera, como los donuts a Banderas.