Vivía al límite, jugándosela todo el rato, siempre alerta pero siempre intentando coger el codo en vez de la mano.
Esa mañana decidió jugarse el todo por el todo y lo hizo.
Era un martes, de junio, buen tiempo, muuuuy buen tiempo, los pájaros cantaban, las nubes se levantaban y el calorcito le jugó una mala pasada.
A la vuelta de la esquina, en la “calle del infierno” pasó, los obreros le vieron las bragas.
Es lo que tiene vivir en Gijón y salir con un vestido vaporoso más allá de las 12 del medio día, que se levanta el viento del norte.