Soy de la fiel creencia que la mayoría de las cosas maravillosas de la vida llegan a ti sin planearlas y sin que te las esperes, como el amor… como este libro.
Estaba yo de caza en mi librería habitual y quería un libro de cuentos cortos, algo de humor porque me encanta por ejemplo el humor inglés de Wodehouse pero ya me leí casi todo lo que había en mi librería y estaba buscando algo de ese estilo.
No sé si es que estaba en esa zona de la librería, si me llamó la atención la portada o que narices fue pero cogí este libro: Saki: Cuentos completos.
Oye que maravilla. Tengo el libro destrozado, lo veréis en la foto de la derecha, mira que soy yo fina con los libros que ni los abro mucho para que no queden marcas pero este lo tengo hecho unos zorros.
BabyLucía tiene una cosa de esas de tela con bolsillos que se cuelgan de la cuna y este libro está ahora descansando allí. Cuando estaba en mi barriga y hasta que cumplió los 4 meses le leía un poco cada día, un cuento, mientras le daba de mamar o por puro placer de leerle al bebe que llevaba en mi vientre.
Ahora he dejado de hacerlo porque ni me escucha ni se para quieta pero lo sigo teniendo allí porque así, cuando sea un poco más mayor, volveré a leerle.
No os voy a contar el libro, os haré una breve introducción del autor y posteriormente os transcribiré un cuento corto de su libro, para que os hagáis una idea de lo que os vais a encontrar.
Es, sin duda, mi libro preferido, leve, intrascendente, gracioso y mundano. Y tratándose de quien lo escribió el mérito es mayor.
Hector Hugh Munro, conocido como Saki.
Nació en 1870 en el Golfo de Bengala, su madre murió cuando tenía dos años y él se crió, junto a sus dos hermanos, en la casa de la abuela y tía en Devon.
En 1893 partió a Mandalay para ocupar un puesto en la policía militar de Birmania aunque la malaria hizo que volviera a Inglaterra.
En 1896 se instaló en Londres para ganarse la vida como escritor. En 1900 publicó una historia de Rusia y unos artículos de sátira política en los que usa por primera vez en pseudónimo de Saki.
A partir de 1903 trabajó como corresponsal extranjero de The Morning Post en diversas capitales europeas mientras publica sus cuentos en publicaciones periódicas.
En 1909 inicia su carrera como escritor independiente pero al estallar la guerra se presenta voluntario como soldado raso.
Muere en noviembre de 1916 pocos días antes del final de la batalla del Somme.
Lo que podría haber hecho si no fuese un soldado raso muriendo por culpa de la guerra…
La filántropa y el gato feliz
Jocantha Bessbury se encontraba en disposición de sentir una felicidad serena y grácil. Su mundo era un lugar agradable y hacía gala de uno de sus aspectos más agradables. Gregory había conseguido acercarse a casa para un almuerzo rápido y un cigarro de sobremesa en la pequeña salita; el almuerzo había estado bien y hubo tiempo justo para dar cuenta del café y los cigarros. Ambas cosas fueron excelentes a su manera; y Gregory era, a su manera, un excelente marido. Jocantha estaba razonablemente convencida de ser para él una esposa encantadora y más que convencida de tener una modista de primera.
-No creo que se pueda encontrar a una personalidad más satisfecha en todo Chelsea- Observó Jocantha en referencia a sí misma-; excepto, a lo mejor, Attab -prosigió, mirando hacia el gran gato atigrado que reposaba a sus anchas en un extremo del diván-. Se tumba ahí, ronronea, sueña y mueve las patas de vez en cuando en un éxtasis de mullida comodidad. Parece la encarnación de todo lo blando, lo sedoso y lo aterciopelado, sin una sola arista en su constitución: un soñador cuya filosofía es dormir y dejar dormir. Y a continuación, cuando empieza a anochecer, sale al jardín con un brillo rojo en los ojos y da muerte a un gorrión somnoliento.
-Como cada pareja de gorriones cría diez o más polluelos al año, mientras el suministro de comida permanece estacionario, no está mal que los Attab de la comunidad tengan esa idea respecto a la forma de pasar una tarde entretenida -dijo Gregory.
Tras haber dado a luz a ese sabio comentario encendió otro cigarrillo, le dedicó a Jocantha un adiós cariñoso y partió al mundo exterior.
-Recuerda que cenamos un poco antes esta noche porque vamos al Haymarket -gritó ella.
Una vez a solas, Jocantha continuó con el proceso de contemplar su vida con una mirada plácida e introspectiva. Si no tenía todo lo que deseaba en este mundo, como mínimo se sentía muy complacida con lo que poseía. Se sentía muy complacida, por ejemplo, con la salita, que de alguna forma lograba ser acogedora, refinada y cara, todo al mismo tiempo. La porcelana era poco común y hermosa, los esmaltes chinos adquirían tintes maravillosos a la luz de la chimenea, las alfombras y las cortinas dirigían la mirada por suntuosas armonías de color. Era una habitación en la que habría sido apropiado recibir a un embajador o un arzobispo, pero también una habitación en la que era posible recortar fotos para un álbum de recuerdos sin tener la sensación de escandalizar a las deidades del lugar con los restos de los recortes. Y el caso de la salita era extensible al resto de la casa, y el caso de la casa era extensible al resto de los aspectos de la vida de Jocantha. En realidad, tenía buenas razones para ser una de las mujeres más satisfechas de Chelsea.
De estar con un humor rebosante de satisfacción con su vida pasó a la fase de sentirse generosamente compasiva con los miles de personas que la rodeaban, cuya existencia y circunstancias eran aburridas y mediocres, exentas de placer y sin contenido. A quienes más compadecía era a las trabajadoras, las dependientas y demás, la clase de personas que no tiene la despreocupada libertad de los pobres ni la ociosa libertad de los ricos. Resultaba triste pensar que había personas jóvenes que, tras un largo día de trabajo, tenían que sentarse a solas en habitaciones frías y lóbregas porque no podían pagar el precio de una taza de café y un bocadillo en un restaurante, ni mucho menos pagar un chelín por un asiento en el gallinero del teatro.
Jocantha seguía ocupada en esa cavilación cuando inició una campaña vespertina de compras desganadas. Sería bastante agradable, se dijo, poder hacer algo, sin pensarlo mucho, por llevar un destello de placer e interés a la vida de aunque fuera una o dos trabajadoras de corazones ilusionados y bolsillos vacíos; eso contribuiría en buena medida a que disfrutara esa noche de la velada teatral. Compraría dos entradas de anfiteatro, se dirigiría a algún salón de té barato y las regalaría a la primera pareja trabajadora interesante con la que lograra entablar conversación. Explicaría el asunto diciendo que no podía utilizar las entradas y no quería que se desperdiciaran; y que, por otra parte, tampoco deseaba tomarse la molestia de devolverlas. Tras pensarlo mejor, decidió que era mejor comprar una sola entrada y dársela a alguna muchacha de aspecto solitario a que viera sentada frente a un té frugal; la joven podría adquirir un conocimiento superficial de su vecina de asiento en el teatro y eso podría sembrar la semilla de una amistad duradera.
llevada por el fuerte impulso de hada madrina, Jocantha se dirigió a la taquilla de venta de entradas y escogió con inmenso cuidado una butaca de anfiteatro para El Pavo Amarillo, una obra que estaba dando lugar a gran cantidad de debates y críticas. A continuación, partió en busca de un salón de té y aventura filantrópica, casi al mismo tiempo en que Attab salía al jardín con el pensamiento en sintonía con la caza de gorriones. En un rincón de un salón de té A.B.C. encontró una mesa desocupada, en la que se instaló a toda prisa, animada por el hecho de que en la mesa vecina se encontraba sentada una joven de facciones bastante simples, unos apáticos ojos cansados y un aire general de resignado desamparo. Su vestido era de un tejido barato, pero aspiraba a seguir la moda; tenía el pelo bonito, pero la piel fea; estaba terminando un modesto ágape consistente en un té y un bollito, y no era my distinta, a su modo, de las miles de chicas que estaban terminando, empezando o continuando su té en ese precios momento en los salones de té de Londres. Había una enorme probabilidad de que nunca hubiera visto El Pavo Amarillo, a todas luces, era un material excelente para el primer experimento de Jocantha en el ámbito de la beneficencia arbitraria.
Jocantha pidió un té y un bollo, y a continuación realizó un afable escrutinio de su vecina con la intención de captar su atención. En ese preciso instante, el rostro de la joven se iluminó de súbito placer, sus ojos echaron chispas, se ruborizó y estuvo a punto de parecer bonita. Un joven, a quien la muchacha saludó con un cariñoso “Hola, Bertie”, se aceró a la mesa y tomó asiento en una silla frente a ella. Jocantha miró con intención al recién llegado; aparentaba ser unos años más joven que ella y era mucho más guapo que Gregory, muchísimo más, en realidad, que cualquier joven de su círculo. Supuso que sería un educado dependiente de algunos grandes almacenes, que vivía y se divertía lo mejor que podía con un humilde salario y que disponía de unas dos semanas de vacaciones al año. Él, por supuesto, era consciente de su atractivo, pero con la conciencia tímida de los anglosajones, y no con la descarada complacencia de los latinos o los semitas. Era evidente que mantenía una amistosa intimidad con su interlocutora; casi seguro que estaban a punto de comprometerse formalmente. Jocantha se imaginó la casa del joven, de dimensiones muy limitadas, con una madre fastidiosa que siempre quería saber cómo y dónde pasaba las tardes. A su debido tiempo cambiaría ese monótono cautiverio por un hogar propio, dominado por la crónica escasez de libras, chelines y peniques, y por la penuria de la mayoría de las cosas que hacían atractiva o confortable la vida. Jocantha se apenó mucho por él. Se preguntó si habría visto El Pavo Amarillo, había una enorme probabilidad de que no la hubiera visto. La chica había terminado su té y pronto volvería al trabajo; cuando el chico estuviera solo, a Jocantha le resultaría bastante fácil decir “mi marido ha hecho otros planes para nosotros esta noche; ¿le importaría aprovechar esta entrada, que de lo contrario se perderá?” Luego podría volver a ese lugar una tarde a la hora del té y, si lo encontraba, preguntarle si le había gustado la obra. En caso de que fuera un joven agradable y mejorara al conocerlo, se le podrían regalar más entradas para el teatro tal vez lo invitara a Chelsea a tomar el té un domingo. Jocantha resolvió que mejoraría al conocerlo, que a Gregory le gustaría y que ese asunto del hada madrina era mucho más entretenido de lo que había pensado en un principio. El joven resultaba bastante presentable; sabía como peinarse, lo cal era probablemente una cualidad mimética; sabía qué color de traje le sentaba bien, lo cual podría ser fruto de la intuición; era exactamente el tipo de hombre que Jocantha admiraba, lo cual, por supuesto, era una casualidad. En conjunto, se sintió bastante complacida cuando la chica miró el reloj y se despidió de su acompañante de modo amistoso pero apresurado. Bertie se despidió, bebió un poco de té y a continuación sacó del bolsillo de su abrigo un libro de encuadernación barata titulado Sepoy y Sahib: relato del gran motín.
Las normas de etiqueta del salón de té prohíben que se ofrezcan entradas de teatro a alguien sin haber captado antes su atención. Es incluso mejor pedir el cuenco del azúcar, habiendo ocultado previamente que se dispone de un gran cuento repleto de terrones en la propia mesa; esto no es difícil de conseguir, ya que a carta impresa suele ser tan grande como la mesa y puede ponerse de pie. Jocantha se puso manos a la obra llena de esperanzas; tuvo con la camarera una larga discusión en un tono bastante elevado sobre los supuestos defectos de un bollo irreprochable, hizo sonoras y quejumbrosas indagaciones acerca del servicio de metro para llegar a un barrio remotísimo, habló con una brillante falta de sinceridad con el gatito del establecimiento; y, como último recurso, volcó una jarrita de leche y renegó con delicadeza.
En general atrajo bastante la atención de los presentes pero en ningún momento atrajo la del joven del hermoso peinado, que estaba a miles de kilómetros de distancia en las llanuras de Indostán, entre bungalows abandonados, bazares atestados y cuarteles amotinados, escuchando el palpitar de los tambores y el remoto traquetear de la fusilería.
Jocantha regresó a su casa de Chelsea, que por primera vez le pareció lúgubre y demasiado amueblada. Tenía la resentida convicción de que Gregory resultaría aburrido durante la cena y de que la obra resultaría estúpida después de la cena. En general, su estado de ánimo mostraba una marcada diferencia con la ronroneante complacencia de Attab, que volvía a estar enroscado en una esquina del diván irradiando una gran paz por todas las curvas de su cuerpo.
Claro que él sí que había matado a su gorrión.